Afortunadamente
aún quedan reductos de tranvías históricos en la Península Ibérica. Y
principalmente en tierras lusas. Este fue unos de los motivos por los que me
largué un par de días a Oporto. O tal vez el más potente.
Tres
años antes que Madrid, en 1895, esta ciudad portuguesa estrenó su primera línea
de tranvía eléctrico. Desde entonces comenzó el crecimiento de unas densa red
de tranvías a medida que la ciudad crecía. Pero como en tantos otros sitios
este medio de transporte sufrió los azotes de la industria del automóvil y del
petróleo. Padeció tremendo proceso de cierre de líneas y desguace de vehículos
en la segunda mitad del siglo XX. Pero el amor por la historia y la identidad
urbana pesaron para la preservación de un mínimo trazado y parque móvil para
usos turísticos y culturales. Justamente lo que desgraciadamente no se hizo en
Madrid.
Pero
a parte de tranvías históricos también los tienen modernos. La red de Metro
viene a ser lo que en Madrid conocemos como Metro Ligero, pero con mejor criterio.
Los vehículos son tranvías modernos que en hora punta circulan en doble
composición. Los trazados combinan vía embutida en plataforma segregada del
tráfico rodado o vía convencional con raíles y traviesas normales allí donde no
es necesario el carril embutido. Donde es preciso, como es el centro de la
ciudad, los trenes circulan dentro de túneles. Pero cuando no hay motivo para
el soterramiento, circulan al aire libre. Esto incluye el histórico y mítico
puente Luis I en convivencia con los peatones. Se aprecia que a la hora de
proyectar las infraestructuras pesó el racionalismo económico y la lógica
técnica.
Volviendo
al tranvía histórico, mi primera toma de contacto fue de la siguiente manera.
Salí del aeropuerto y tomé el Metro hacia el centro urbano. En Trindade hice
transbordo a la línea D con sentido Santo Ovídio. Me bajé en Sao Bento y
continué a pie hacia el inicio de la línea 1. Comentar que Oporto es una ciudad
tremendamente en cuesta y que arrastro una fascitis plantar que viene a ser una
inflamación crónica en unos tendones del pie. Lo que me hace tener que
economizar esfuerzos en cuanto a caminatas. Un buen motivo para hacer uso de
los medios de transporte que ofrece la urbe.
Cuando
llegué a la parada de Infante me encontré un vehículo en la vía terminal
esperando a un grupo que lo había alquilado. Su conductor amablemente me indicó
que unos metros más adelante es donde me podía montar en los tranvías que
realizan el recorrido de la línea 1. Ya había uno pero estaba colapsado de
turistas. Tuve que esperar unos 20 minutos hasta la llegada del siguiente. Solo
hay en servicio 6 vehículos para las 3 líneas históricas (1, 18 y 22). Pero ya
es más de lo que tenemos en Madrid. Y tener que esperar me empujó a tener que
tomarme la vida de otra manera en cuanto a prisas. También me entró susto al
ver tanta gente. Temí que cada vez que fuese a subir a un tranvía la
experiencia radicase en un hacinamiento humano con empujones y peleas por los
asientos. Pero afortunadamente esto solo sucedió al principio. Un consejo: el
sol pegaba con fuerza en esta parte de la ribera del Duero, por lo que no sobra
llevar gorra. Y algo de protección para pieles sensibles y nórdicas.
Antes
de nada, comentar que el billete sencillo vale 3€. Pero por 10 € podemos
comprar un título que nos sirve para montar todo lo que queramos durante dos
días. Algo fabuloso para nostálgicos y fetichistas de este férreo y vetusto
medio de transporte.
El
trayecto que es realizado por la línea 1 hasta Passeio Alegre es flipante. No
exento de momentos de conflicto con vehículos que invaden la plataforma del
tranvía. Pero que en nada de tiempo se resuelven y desmienten el papel del
tranvía como un factor nocivo en la movilidad urbana. Comentar que lo habitual
es que cuando llegamos al final de una línea, los conductores no hacen bajar
del tranvía y volver a hacer cola para subir. Tiene su lógica ya que se podría
dar el caso de grupos de viciosos del patrimonio que se quedarían enquistados
dentro, asomados a la ventana sin parar de surcar la ciudad saboreando sus
aromas, brisas y vistas.
Tras
recorrer unas cuantas veces la línea 1, me apee en la parada de Museu do Carro
Eléctrico. Allí tomé el tranvía 18 para subir a la ciudad. Y nunca mejor dicho.
El vehículo se tiene que enfrentar a una pendiente alucinante para lo que es un
sistema ferroviario. Escuchar el rugido de sus motores de corriente continua ya
es toda una experiencia. En la parada de Carmo cambié al tranvía 22, a bordo
del cual di unas cuantas vueltas recorriendo el centro de Oporto. Esta línea
tiene su punto de inversión en Guindais, donde podemos tomar un funicular que
nos baja hasta la ribera del Duero, justo en la entrada inferior del puente
Luis I. Este funicular, como obra de ingeniería, merece un artículo a parte. No
sólo por su trazado de vértigo e irregular, sino por el sistema dinámico que
hace que la cabina se mantenga constantemente horizontal respecto al bastidor y
ejes.
Como
he comentado antes, hay 6 vehículos haciendo las rutas turísticas durante el
día. Y sólo uno para la línea 22 y otro para la 18. Pero también es cierto que
el grado de ocupación que observé no demandaba más servicio. Al menos en estos
días de mayo.
El tranvía gusta
Parece que la convivencia entre diferentes patrimonios históricos es posible
La picaresca celtíbera sobrevive en Oporto
La
mañana de mi segundo día la dediqué a visitar el Museu do Carro Eléctrico.
Tiene una bien nutria y mantenida colección de vehículos históricos. Muchos de
ellos listos para prestar servicio. De hecho pude presenciar cómo salía a
circular uno cargado de escolares. Y antes de que se me olvide, decir que
presentando el billete de 2 días, nos rebajan el precio de la entrada al museo
de 8 a 4 euros. Además, también es museo eléctrico ya que conserva
transformadores, rectificadores y paneles de mando de la antigua central
eléctrica del tranvía.
Detalle de los accionamientos manuales del puente grúa de la central eléctrica de termoeléctrica de Massarelos
Decir que Oporto tiene
muchísimas más cosas. Unas fachadas impresionantes, rincones cargados de
encanto e historia. Hay mucho para practicar arqueología industrial. Se nota
que Portugal, además de ser un imperio militar y geográfico, lo fue económico y
comercial. Está más que presente la huella de sus vinos, corchos y cerámicas.
Andar por la ciudad se hace un pelín incomodo debido a las numerosas obras que
se están llevando a cabo en edificios. Algo bueno ya que indica una voluntad
fehaciente por recuperar su encanto y personalidad. A su vez se respira cierto
aire que muchos denominan decadencia. Y debió de haberla. Sin conocer mucho la
historia de Portugal me atrevo a imaginar años duros postcoloniales en las
últimas décadas del siglo XX. Quedan muchos resquicios de aquello traducidos en
personajes autóctonos deambulando por calles, bares y junto a fachadas sucias y
abandonadas. Pero en cuestión de decadencia tampoco estamos los españoles para
dar lecciones.
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